Estamos por cumplir un año desde el inicio de esta pandemia que ha transformado muchos aspectos de nuestra vida. Aunque confiamos en que “todas las cosas ayudan a bien” (Romanos 8:28), también es evidente que algunas consecuencias han afectado seriamente a las congregaciones a nivel mundial.

En la iglesia donde el Señor me ha permitido servir, he visto frutos buenos en medio de esta crisis. Con gratitud a Dios, he sido testigo del anhelo genuino de muchos hermanos por volver a congregarse. Después de meses sin reuniones presenciales —por obediencia a las autoridades, conforme a Romanos 13:1-2— muchos expresan su sed espiritual, semejante a quien atraviesa un desierto y anhela llegar al oasis. Así los veo: necesitados de comunión, adoración y Palabra en comunidad.

Sin embargo, también he observado lo contrario. Algunos hermanos han perdido ese anhelo de congregarse. Para ellos, la iglesia virtual parece una opción más conveniente: despertarse más tarde, escuchar la predicación en pijama mientras desayunan, incluso dormitar durante la enseñanza. La Palabra se ha convertido para algunos en un mero complemento de otras actividades cotidianas.

Muchas iglesias han malinterpretado las circunstancias actuales, invirtiendo todos sus esfuerzos en el aparato tecnológico: transmisiones profesionales, servicios grabados, programación automática, e incluso líderes descansando mientras un video hace el trabajo. Pero el domingo sigue siendo el Día del Señor. No lo podemos trivializar ni delegar a un algoritmo.

Ahora incluso se puede ofrendar desde la página web, pedir oración, y participar “virtualmente” de todos los aspectos del culto. Algunas congregaciones han pospuesto indefinidamente su reapertura, a pesar de que ya es posible hacerlo bajo protocolos sanitarios. Esto no es adaptación sabia: es una tragedia espiritual.

Aclaro que no me opongo a que hermanos en situación vulnerable se queden en casa. Al contrario, animo a que quien tenga una razón legítima —enfermedad, contacto con casos positivos, edad avanzada— se cuide. La prudencia también es parte de la sabiduría cristiana. Pero cuando hay quienes no pertenecen a estos grupos, quienes salen diariamente al trabajo, al supermercado, a restaurantes o incluso al cine, y no se congregan, es legítimo cuestionar su compromiso con la iglesia local.

¿Acaso congregarse por Facebook o YouTube es igual que estar presente con los hermanos?

Si no hemos dejado de trabajar porque lo consideramos una obligación, ¿por qué tratamos el congregarnos como una opción? ¿Por qué muchos cristianos priorizan su empleo, pero desatienden la iglesia? ¿Será que no entendemos la centralidad de la reunión dominical en la vida cristiana?

La respuesta puede variar, pero se resume en una: no comprendemos la importancia ni la singularidad de congregarnos como cuerpo de Cristo.

Es cierto que las redes sociales han sido una herramienta providencial durante esta crisis. No sabemos cómo habríamos mantenido el contacto sin ellas. Pero hoy (9 de marzo de 2021) muchas iglesias pueden abrir nuevamente, y aún así hay creyentes que siguen en casa por conveniencia, no por necesidad.

Ser parte de una iglesia local conlleva responsabilidades espirituales: vivir una vida piadosa en comunidad, ejercer los dones para edificación mutua, ofrendar, amonestar con amor, adorar juntos, orar unos por otros. Todo esto es difícil, si no imposible, de realizar desde una pantalla.

Una iglesia virtual no es una iglesia cristiana en el sentido bíblico. Un pastor virtual no es un pastor real. Un pastor que lo ves por pantalla el domingo y después no lo ves hasta el siguiente fin de semana no es comprensible su ministerio. Un congregante virtual corre el riesgo de no ser parte del cuerpo en absoluto. El compromiso con Cristo se expresa en la comunión real, física, con su cuerpo: la iglesia.

Estamos en un momento urgente. Si no regresamos pronto a las reuniones presenciales, muchas iglesias podrían extinguirse, y muchos creyentes podrían enfriarse espiritualmente. Sabemos que Dios tiene el control soberano, pero dentro de ese control nos ha dado su Palabra, que nos exhorta:

«No dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca.»
(Hebreos 10:25, RVR60)

La iglesia es un cuerpo vivo, unido a su Cabeza, que es Cristo. No puede haber cuerpo sin miembros unidos. Pablo lo explica claramente en 1 Corintios 12: el cuerpo sufre si le falta un miembro; cojea, ve mal, se debilita. Así está la iglesia hoy, fragmentada, porque algunos han decidido ser “miembros virtuales”. Pero un miembro aislado no puede vivir: separado del cuerpo, muere; y separado del cuerpo, se separa también de la Cabeza.

¿Puede el cuerpo de Cristo funcionar por medio de YouTube o Facebook?

«Porque el cuerpo no es un solo miembro, sino muchos.»
«Si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él…»
(1 Corintios 12:14, 26)

No somos individualistas conectados a una transmisión, somos una comunidad redimida. Las redes sociales, paradójicamente, más que unir, tienden a aislar.

La vida de iglesia no se vive en línea. Requiere presencia, participación, contacto, compromiso. Requiere celebrar las ordenanzas y medios de gracia:

  1. Bautismo
  2. Cena del Señor
  3. Enseñanza de la Palabra
  4. Oración comunitaria
  5. Adoración congregacional
  6. Disciplina eclesiástica
  7. Ofrenda
  8. Servicio con dones espirituales
  9. Comunión fraternal
  10. Evangelización
  11. Cuidado pastoral y consejería personal

Nada de esto se puede suplir completamente a través de una pantalla.

Lo más triste es que el congregante virtual no experimenta la presencia especial de Dios que se manifiesta cuando su pueblo se reúne. Hebreos 12 contrasta el monte Sinaí —temor y distancia— con el monte Sion, símbolo de la adoración celestial reunida. Cuando nos congregamos, participamos de algo eterno: una asamblea con millares de ángeles, con los santos del pasado, y con Cristo mismo como Mediador.

«…os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial…»
(Hebreos 12:22)

Eso no ocurre en una transmisión en vivo. En casa quizá seguimos distantes, como en el monte Sinaí; pero en la iglesia reunida, estamos en el monte Sion.

Regresar a congregarse no significa imprudencia, sino obediencia sabia. Si por motivos reales no puedes asistir, Dios te sostendrá. Pero si puedes y no lo haces por temor o comodidad, estás arriesgando tu salud espiritual.

“¿Qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?”
(Mateo 16:26)

Oro para que el Señor te conceda sabiduría, cuidado prudente y obediencia fiel. Y si Dios lo permite, nos vemos el próximo domingo. Pero recuerda: no es lo mismo sin ti.

Agrego este apéndice hoy 5 de mayo 2025.

Conozco a muchos creyentes que, hasta el día de hoy, no han regresado a sus iglesias (gracias a Dios, son los menos en nuestra congregación). Esta situación es verdaderamente triste, pues su prolongada ausencia de la iglesia local evidencia una conversión inexistente o superficial. Oremos para que el Señor los llame a una salvación genuina y los inserte verdaderamente en Su Cuerpo, que es la iglesia.